miércoles, 26 de febrero de 2014

Realidad virtual: Jugar a ser otro, en otro lugar, en otro tiempo

Todavía tengo gratos recuerdos de mis experiencias lúdicas en la época del apogeo, si se puede llamar así, de los juegos de rol en España. En los años ochenta empezaron a desembarcar en nuestro país diversos manuales de distintas editoriales y con diferentes sistemas de juego. Pocos conocían su funcionamiento y algunos aficionados al género de la ciencia ficción —con J.R.R. Tolkien y H. P. Lovecraft encabezando la lista de los más leídos—, que no podían resistir la curiosidad, comenzaron a reunirse para intentar traducir unos intrigantes textos que contenían historias similares a las de estos escritores, pero con un sistema de juego provisto de dados de colores de múltiples caras (cuatro, ocho, veinte o incluso —agárrense—, cien caras). Pronto ciertas editoriales, sobre todo de Cataluña, importaron estos juegos y los publicaron traducidos tanto al castellano como al catalán. Todos nos hacíamos preguntas similares: ¿Cómo se jugaba con dichos manuales? ¡Si todo era texto y literatura! ¿Dónde carajo estaba el tablero? ¿Y las fichas? Pero estamos hablando ya de los años noventa, y los casos concretos se expandieron por toda la península conformando una especie de comunidad, sin perder ese aroma arcaico y misterioso que tanto nos gustaba. Quizás fuese esto lo que propició que la afición se mantuviese bajo un manto de oscurantismo que a largo plazo no le hizo ningún bien.

Un nuevo modo de evasión había aterrizado en España, aunque la psicología lo venía utilizando desde principios del siglo pasado. Ya no era necesario beber alcohol a destajo ni inhalar sustancias psicotrópicas; ni tan siquiera era necesario ligar para poder evadirse y disfrutar de una tarde, un día completo o todo un fin de semana lejos de papá y mamá, de las múltiples imposiciones y de la sociedad en su conjunto. Sólo necesitábamos ser tres o cuatro personas (en mi opinión cinco o seis era lo ideal), y que alguna de ellas se encargase de dirigir la sesión. Este director de juego —o dungeon master, término inglés que gustaba mucho más— tenía una función parecida a la de los múltiples responsables en la realización de una película. En primer lugar se encargaba de los decorados ya que los describía para que los personajes (el resto de jugadores) supiesen imaginar la situación ayudados de las propias preguntas que le iban realizando. El juego se desarrollaba en un contexto en particular: quizás en la Tierra Media de Tolkien, en la España de la Inquisición, o en el Chicago de los años veinte. Y el relato o la aventura que iba a sumergir a los jugadores en dicha época era responsabilidad del director. Cada castillo, cada camino de baldosas amarillas, y cada personaje secundario (un rey, una princesa en apuros, un tabernero o puede que un proxeneta) estaban bajo su dirección. Interpretaba a cada "extra" de las historias, fuesen hombres o mujeres, un dragón, un vampiro en Brooklyn o un comisario de policía en las inmediaciones de Barcelona. En su casa, a solas, imaginaba y redactaba toda la información que pudiese necesitar para llevar a cabo la sesión.

¿Qué hacía el resto de jugadores? ¿Tan sólo escuchar? En absoluto, pues el guión, las conversaciones y las acciones de los personajes principales no estaban determinados. Los jugadores creaban sus personajes con unas características físicas y psíquicas, y les conducían a su libre albedrío. De Jorge dependía, por ejemplo, que su personaje, un soldado retirado que anduvo esclavizado durante toda su juventud, decidiese acompañar al grupo de vigilantes de una caravana mercantil que se adentraba en páramos desconocidos, plagados de bandoleros y terribles criaturas. Él decidía si valía la pena discutir con el tabernero el precio de la cerveza; si la pagaba o prefería plantar cara a su autoridad con su enorme corpulencia. Las posibilidades eran infinitas, y las tardes, de aplauso. Los personajes siempre iban juntos; su compenetración y su amistad les ayudaba a superar las múltiples aventuras: librar a los aldeanos de sus opresores, o descubrir al asesino del profesor Riaget, tras pasar la tarde recorriendo las calles de San Francisco e interrogar —puede que incluso a la fuerza— a los distintos implicados. Aún así, siempre había diferencias entre los jugadores, que luego se plasmaban en el juego. La riqueza que aportaba una discusión entre dos o tres de ellos era inigualable (a no ser que fuese asunto pueril, como pasaba en muchas ocasiones). Discutir por el reparto de un botín, por la elección de caminos, por la desconfianza en quienes compraron sus servicios...

Está claro que se organizaba una obra de teatro cuya puesta en escena se realizaba en la mente de cada jugador. Cada uno interpretaba su papel y actuaba a su antojo siguiendo un orden. Los personajes tenían, además de un nombre y una breve historia, unas características y unas habilidades que les conferían las virtudes y los defectos correspondientes. Y para aunar criterios y legitimar las acciones que se producían se necesitaba del sistema de reglas del que hablamos antes. De este modo se resolvía un duelo de espadachines, se barajaban las posibilidades que tenía un ladronzuelo de poca monta de saltar desde la azotea al balcón de Doña Inés, o si en plena persecución por carretera mi coche volcaba completamente y mi personaje quedaba gravemente herido entre el amasijo de hierros, o bien conseguía salir del paso con un volantazo. De ahí la necesidad de los dados, y en cada manual se utilizaban de un modo u otro. El azar era el componente fatalista del que podía depender la salvación del personaje colgado de una liana, o de esquivar a tiempo el lanzamiento de una botella en la famosa taberna del Hediondo Jabalí.

Pero suele ocurrir que lo minoritario asusta a la masa social. En este caso, un juego que podía ser constructivo y pura pedagogía, era tachado de sanguinolento, obsesivo e incluso productor de psicosis. Uno sentía una colosal vergüenza ajena por unos medios de comunicación que envilecieron y satanizaron la práctica de unos pocos. En la época del misterios sin resolver de Julián Lago, se difundió una visión escabrosa que ofuscó el espíritu real de dichos ambientes lúdicos de salita de estar. Es cierto que no se puede aspirar a que todo director de juego sea un chico maduro, responsable, un papá en cierto modo, y que todos los grupos de personajes sean benevolentes y samaritanos. ¿Quién en un juego de rol no ha interpretado el papel de un gángster, de un atracador de bancos o de un hedonista sin escrúpulos? No podemos suponer que por encarnarlos vamos a convertirnos en delincuentes, chantajistas y demás. Es una acusación sospechosa, típica de quienes ante los problemas sociales buscan causas externas a la estructura estatal. Los juegos de rol exigen un cooperativismo difícil de encontrar por otros medios. Pero es que en la sociedad del capital, de la moda y de la competitividad (inútil y absurda en estos juegos) no caben este tipo de prácticas. No nos asustemos de que nuestros hijos puedan interpretar papeles alejados de su condición; preocupémonos de que en occidente no dispongan de identidad propia. Porque eso sí que es un problema terrible.

Hoy en día todavía existen grupos de personas que lo practican. Muchas de las editoriales que se arriesgaron ya no están. Muchos de los que jugábamos también abandonamos el barco. Las prácticas consumistas, individuales o los deportes donde prima la competición son los más deseados. Reductos de niños o chavales curiosos investigan sin mucha profundidad, mezclando cartas con juegos de mesa y videojuegos —que nosotros ya teníamos—, pero sin el aprecio por la literatura o la creatividad. Todo parece indicar que nuestro antaño héroe, saqueador arrepentido y miembro de un grupo de aventureros, perdió su sangrante espada en tierras áridas allá donde el pueblo clamó su ayuda. Y ya no le queda más que la nostalgia por un mundo que no vivió, pero que compartió con gran viveza.

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