miércoles, 26 de febrero de 2014

Pacifistas de escaparate

Desconfío de la gente pacífica. Como desconfío de aquellos que todo lo hacen en nombre de su dios o a éste le agradecen cuanto de bueno consiguen o de malo no les afecta; y son incapaces de culparlo si la mala suerte los azota. Cualquier persona que tenga la oportunidad, no dudará en esgrimir el tan sobado "yo soy muy pacífico", y lo puede decir mostrando los dientes o después de haberse ensañado física o psicológicamente con alguien que no le parezca simpático, o en especial si es alguien cercano y existe la confianza necesaria para no andar cubriéndose con máscaras. Esas palabras aseguran la redención o cura de todo mal a quien haya sacado sus fauces al menor signo de peligro para su integridad. A nadie he oído decir "yo soy belicista" o "soy agresivo" o "soy violento", si bien será extraño el caso de quien no haya conocido a personas que podrían disponer de esas aseveraciones como lema o resumen de su actitud vital.


Gandhi era pacífico, qué duda cabe. Incluso hasta extremos que rozarían la sumisión estúpida o harían pensar en la cobardía absoluta. En eso consiste el pacifismo, y no en pregonar las virtudes propias de que se suele carecer. Lo demás es abusar de las palabras, que son parapeto o filtro de la verdadera esencia de las personas. John Lennon conoció la India, el budismo y a Yoko Ono, y es uno de los más grandes autoerigidos pacifistas de la historia. Envuelto en escenarios blancos y en ropa blanca, cuando no desnudo como un niño (o un animal), exhibió lo que era el pacifismo a su entender, en actitud bien abierta hacia el público que seguía necesitando. Durante aquella época de tan elevada espiritualidad y de inmaculado posar, sus puyas contra quien era casi un hermano, Paul McCartney, no mostraron un ápice de pacifismo, ni de filantropía, ni de fraternidad, ni de piedad, sino que hasta buscó la complicidad del bueno de George Harrison, amigo y compañero de ambos, para grabar el mordaz How do you sleep?


No se puede saber objetivamente la influencia de aquella mujer que conquistó al músico; sí sabemos de los alaridos, más cercanos al trastorno mental que a la interpretación musical, que hacían sonrojar a algunos espectadores incondicionales en los conciertos inauditos del Lennon enamorado. Cabrera Infante narra en El libro de las ciudades sus encuentros con los cuatro beatles y de qué manera ingrata le sorprendió el carácter agrio de Lennon. Y lo cierto es que, habiendo un antes y un después de la aparición de la pacifista Yoko Ono en el camino de los muy respetados Beatles, en cuestiones de paz, música e integridad, uno que yo conozco no duda en quedarse con el antes.

Los Creyentes católicos

Los creyentes creen en la existencia de un fin y principio, creen en la existencia de un sistema absoluto, una verdad todo poderosa y creadora, un dios externo a nosotros que se encuentra por encima de todo, y sostienen, en ésta su creencia, dogmas y verdades inamovibles, principalmente morales; ciertamente, éstas caducan, entonces las mantienen todo lo que pueden sin base o utilidad aparente con cietas artimañas, por ejemplo, lo que antes denominaban "antinatural", ahora lo llaman "antropológicamente incorrecto".

La creencia en un ser sobrenatural y externo a nosotros les viene determinada, principalmente, por su lógica aristotélica, lógica a través de la cual tiene sentido la existencia de la verdad absoluta, y por la que se separa lo verdadero de lo falso, incurriendo en paradoja su coincidencia. No ocurre así, por ejemplo, en aquellas culturas donde imperó la lógica paradójica, lógica basada en la negación de la existencia de esta verdad, la cual se entiende como un absurdo, pues no se niega la coexistencia de lo verdadero y lo falso. La idea de dios derivada de esta lógica paradójica no es externa, si acaso no existe, o se sobreentiende como el conjunto del universo y la naturaleza. En cambio, estos creyentes, cuyas mentes se encuentran involucradas en la lógica aristotélica, no admiten que algo pueda ser verdadero o falso al mismo tiempo, y convierten su lógica en una lógica formal, muy práctica por otra parte para el avance de la técnica.

Dentro de su propia lógica, en su razonamiento, ya encontraron hace tiempo lo absurdo de la idea de sistema de referencia absoluto, de verdad absoluta, y se toparon, tanto filosófica como científicamente, con la paradoja (para su lógica) que imponía esta idea, en principio tan básica, pero tan letal al mismo tiempo. Aquellas paradojas que sus antepasados trataban como meros fallos del lenguaje, se convirtieron en verdaderos escollos al principio del siglo XX. Ciertamente, antes de llegar a esta conclusión formal, mucho antes, los propios creyentes crearon el concepto de fe, el cual se basa en la creencia bajo cualquier circunstancia. Este empeño en creer a pesar de las evidencias viene dado por su convencimiento en de dos cosas; una, como ya hemos dicho, en el método científico de base aristotélica; necesitan, pues, de sistemas de referencia siempre superiores o dicho de otra forma, como los hombres no tenemos una lógica completa, y por lo tanto, no podemos, mediante unos determinados axiomas, llegar a demostrar el conjunto que definieran sólo con ellos, necesitamos de un axioma distinto al conjunto... de ahí la invención de este poder superior como creador del universo. Nada para ellos puede existir por sí mismo más que el propio dios, de esta forma, antes negarían las teorías que dan una formación autosuficientes del universo, que la propia autosuficiencia de algo que ellos mismos han inventado; pero ni siquiera les haría falta negar estas teorías, pues siempre podremos preguntarnos que hay más allá, aun cuando la respuesta fuera "nada", pues a dios, por la propia naturaleza de nuestra mente, siempre podemos colocarlo en un sistema de referencia superior, ya que nuestra cabeza nunca se conformará con un fin sin acción. Su segundo convencimiento se debe a una falacia muy extendida entre aquellos a los que convenía estas creencias, y ésta es que todos los hombres necesitan creer en poderes absolutos y externos. Para poder convencer a las gentes de este segundo "lema", inventan una historia de la humanidad, lineal, comenzando por hablar de los "ídolos" de los hombres primitivos, hasta los dioses de las culturas que llaman "paganas", y con esta mira ajustada, crean la perspectiva de que el hombre necesita, forzosamente, la creencia de un ser o poder externo a él. Recogen un trazo lineal donde sólo adoptan lo que les conviene del pasado de un determinado tanto por cien de la población humana, y dejan de lado todos aquellos pueblos no creyentes de la verdad absoluta, y que no venerando dios alguno, respetaban todos los puntos de vista, los cuales conforman la realidad. Los creyentes, sin embargo, han guerreado enormemente por los motivos de sus creencias, pues la creencia en la verdad absoluta puede llevar a la intolerancia.

La educación en semejantes fantasías continúa en los países más cristianizados a pesar de su supuesto carácter laico, y esto se debe, no solo a la simple voluntad de traspasar a sus hijos sus ideas, si no que muchos padres, pensando que sus hijos tienen esa necesidad de creer en poderes misteriosos, les enseñan las creencias de su tradición convencidos de que de esta forma se librarán de caer en creencias horribles, sectas destructivas, al tener otras fantasías más nobles rondando en su cabeza, pero no se percatan de que introducen a su hijo ya en otra secta, que si bien no tiene por qué ser destructiva, la propia creencia en poderes extraños, o lo que es más preocupante, la creencia en la necesidad de estos poderes, les puede dar muchas más probabilidades de caer, los deja más indefensos ante las creencias destructivas, pues el hombre con una educación basada en el respeto y en la certeza de que las fantasías de poderes ocultos no ayudan para nada, debieran de tener menos peligro. Y muchos de ellos argumentan, que teniendo ellos la misma educación, son ahora personas exentas de todo tipo de dependencia, pero no sólo olvidan todo el proceso que tuvieron que pasar hasta llegar al punto en que se encuentran, sino que además, no están tan libres de la secta como creen, pues no tienen el valor de evitarles a sus hijos la misma suerte.

Cabría preguntarse si mucho del daño que se puede ver en estos países, sobre todo en lo que se refiere a la violencia doméstica, pudiera haberse evitado con una asignatura basada en la enseñanza de los valores de respeto e igualdad, en vez de en valores morales basados en creencias místicas.

Actualmente, en la lucha por intentar convencer con la razón de sus ideas,  los católicos, proponen muchas veces la idea de dios como el conjunto del universo entero, pero como no quieren abandonar la idea de poder, al mismo tiempo, externo y todo poderoso, se topan tanto con la paradoja de conjunto universal, como otras tantas derivadas (para la lógica aristotélica), y para solucionarlo, utilizan la esperanza en la fe, y la promesa de que el creer sin pensar los llevará a la verdad después de la muerte. La palabra fe, cuyo significado es el de creencia, se convierte, para los creyentes, en una revelación de dios, es decir, es la propia invención lo que les revela que la invención es una verdad inmutable, esta estulticia queda camuflada en la palabra fe, de forma que ante las aseveraciones que tiran por tierra su creencia, el creyente ya no tiene que contestar "es que yo creo de todas formas" lo que le dejaría como un idiota, sino que puede decir "yo tengo fe", que queda más aparente y semeja decir muchas más cosas.

Así pues, inventan también una palabra para el que no cree, "ateo", y de esta forma  lo convierten en algo definido, como si el estado natural del hombre fuera el creer en este tipo de fantasías y el que así no lo hiciera, fuera un bicho extraño; como aquello que yo he inventado es el ser al que le debemos la vida, ser un "ateo" es una ofensa.

Los creyentes se apoyan en la hipótesis más "perfecta" que hay, esto es, la hipótesis sin base, la cual no es discutible, pues no es ni demostrable ni refutable y justamente, por no tener sustento, puede inventarse tantas cosas como se quiera de él, y por lo tanto, siempre se mantiene en un sistema de referencia más absoluto, escapando de cualquier razonamiento. Esta hipótesis la elevan a la categoría de axioma.       

Imagínese que yo dijera que, sentado junto a mí, hay un extraterrestre. Si impongo como base de su existencia las conjeturas de que pueden haber extraterrestres y el hecho de que no es refutable su existencia, da igual lo que se dijera, siempre voy a tener una respuesta, pues si los que estuvieran junto a mi intentaran refutarlo y dijeran que no lo ven, yo podría decir que es invisible; si dijeran que no lo detectan, yo diría que su tecnología es tal, que es imposible detectarlo; si dijeran que no lo escuchan, yo diría que sólo se comunica conmigo. Entonces los refutadores dirían que no es importante para ellos algo así, que algo que no ven, no escuchan ni detectan, no les incumbe, pero entonces, yo diré que me dice cosas que sólo él sabe, y que me ha dicho que debo convencerlos de su existencia, o que por ejemplo, debo exterminar a los infieles. De esta forma, el axioma que en principio parecía intocable y al tiempo sin importancia, se convierte en un grave problema para ellos; este tipo de hipótesis pueden convertirse en un problema en el momento en que la gente no se percata de que algo de estas características no se puede tomar en serio sólo por no poderse refutar.

En el caso del dios católico, sirve este ejemplo, si bien, hay que añadir un elemento más, pues no solo se pueden apoyar en las conjeturas de su posible existencia y la no refutabilidad de la hipótesis, si no que en el momento en el que se le supone un padre, hay que salvar el escollo de la falta de comunicación, ya que a todo aquel al que se le diga que tiene ese padre lleno de amor querrá, obviamente, hablar con él y/o pedirle ayuda. Para salvar este problema se apela a su grandeza e importancia, si no puedo comunicarme con él, es porque yo no soy suficientemente digno o porque no sé hacerlo correctamente; "debes escuchar a tu corazón" dicen, que viene a ser lo mismo que hacer introspección, algo que en las sociedades católicas de hoy en día se hace bien poco.

Ese es el problema principal de los creyentes en general (sean o no cristianos) basan sus vidas en una hipótesis no demostrable, y a partir de ahí, tienen una influencia no siempre positiva (igual da que fuera siempre positiva, pues una influencia con estas bases es siempre lastimoso), como es el caso de prohibir los métodos anticonceptivos, minusvalorar a la mujer o verse con el derecho de tratar de "antropológicamente incorrectas" conductas homosexuales o de otra índole. Y muchas veces, las buenas obras que se hacen a partir de estas creencias son expuestas como las únicas, o como si sólo a partir de esta creencia fuera posible los buenos actos.

Además de este problema principal, propio de cualquier creyente en dios, en los católicos hay que añadir su confianza en unas escrituras de las que desconoce su origen, aunque gracias a una elaborada propaganda de siglos, muchos de ellos desconocen la ignorancia existente sobre el origen de su secta, y dan por comprobado todo lo dicho y representado una y mil veces. Toman, además, a su dios como un dios de amor, lo que les obliga a excusarlo constantemente, bien apelando a nuestra libertad, bien a incomprensibles designios que no nos debemos cuestionar.

Al final, sea como fuere, siempre se ven obligados a ir deshaciendo o transformando sus dogmas, y ante la contradicción que esto representa, empiezan a sobresalir creyentes que entienden su creencia como un conjunto de ideas independientes de la moral, a la que empiezan a restarle importancia, y reclaman una fe absoluta; todo lo que haga falta para no perder el sustento, el sistema de referencia que atrae a nuestra pobre inteligencia incapaz de comprender el infinito. El creyente se cree, de esta forma, libre.

La rebelión de todas las cosas

Los pomos alargados de las puertas que se enganchan a nuestras mangas al pasar; las portezuelas de la cocina con las que nos golpeamos en la cabeza, ese dolor punzante y doloroso cuando lo que nos ha dado ha sido la misma punta del marco; los objetos que se resbalan de las manos; las puertas de los armarios que se resisten a estarse quietas, que se empeñan en cerrarse y no nos dejan actuar con comodidad dentro de él. Todas estas cosas, en principio, pequeñeces a simple vista, diarios incordios que nos amargan ligeramente la vida, pequeñas cosas que siempre achacamos a nuestro despiste, son, en verdad, el resultado de un ansia. Muchas veces, tal vez en el enfado ante la tozudez del ordenador, ante el dolor del golpe sobre cualquier objeto aparentemente olvidado, o cuando nos cae al suelo ese jarrón valioso o ese trozo de comida tan bueno que se escurre del plato, nos preguntamos si no será provocado por la misma cosa que se escapa o nos inflige dolor, y enseguida desechamos por estúpida esa idea, sin darnos cuenta que merece una reflexión.

El lector se preguntará qué persiguen las cosas con este comportamiento aun en el caso de tener voluntad. Y la respuesta en bien clara, escapar del hombre; las cosas tienen un ansia perpetua por estar lejos de nosotros. Uno podría verlo claro en el caso de la comida, que ante el menor descuido en el movimiento de un plato o en el transcurrir de un aderezo, sale escurriéndose y buscando el suelo con la máxima premura; sabe, por el tiempo que ha podido estar en la cocina y ha sido bien informada, tal vez por la nevera, que estar manchada es el mejor camino para ir a la basura. Y no se trata solamente por escapar de las fauces del hombre, tal vez siquiera puedan imaginarse que ocurre dentro de ellas, eso es lo de menos, se trata de estar en el descanso del cubo de desperdicios; de esa bolsa, nadie volverá a molestarla. Esta última reflexión la sacamos del caso de las figuras de cerámica, de los jarrones; éstos no acabarán en las fauces de nadie, es más, su vida tiene aspecto de ser duradera y tranquila;  nadie molesta al jarrón, siempre en la misma posición, tal vez algún ligero movimiento una vez a la semana para quitarle el polvo, pero nada más, ¿qué ocurre entonces?,  ¿por qué aprovechan el menor descuido en su manipulación, el más ligero movimiento del armario, para encontrarse con el suelo? Es el ansia, el ansia por tener la certeza que nunca más estarán cerca del hombre, el ansia de escapar, de librarse de nosotros, es la repugnancia que nos profesan; de nuevo, sabe que en la basura está ese descanso, y en el pegamento su agonía; los botes de pegamento se revelan, se avergüenzan de su asqueroso cometido, y así el tapón se niega a abrir las más de las veces, se agarrota en su propio mejunje autocastigándose.

Es el ansia; las puertas de los armarios, más grandes y con menos posibilidades de acabar en el contenedor se empeñan en parecer inservibles, nos golpean en la cabeza, se rebelan cerrándose cuando procuramos que estén abiertas o abriéndose cuando lo que queremos es que permanezcan cerradas; cojean las mesas; ante nuestra menor negligencia nos deja en la calle el coche; callan las farolas, cuando nos giramos con rapidez, de su presencia; se tuercen los cuadros; se desenganchan las sábanas; nos golpean los bajos marcos de las puertas; nos tiran al suelo las bicicletas, ¡¡cuánto cuesta domarlas!!; se niegan a doblarse las hojas del periódico; cómo nos esperan las sillas por la noche cuando andamos a tientas; mil veces lavamos los cubiertos y mil veces se resbalan de nuestras manos o caen cuando llevamos un plato con muchos de ellos, siempre atentos por llegar al suelo con la esperanza de ser tratados como la comida y llevados junto con las mondas de naranja, ¡cómo se esconden a veces las cucharillas entre los huesos de pollo para caer en el cubo y liberarse! Y qué triste los objetos que no tienen medios para librarse de nosotros, con qué facilidad se deterioran en su angustia, con qué tristeza vagan por la casa.

Producciones de cine: La Pizarra / Luna Papa

De coproducciones cinematográficas poco usuales, y no necesariamente de alto presupuesto, se puede esperar productos muy dignos, tales como la primera obra de una veinteañera iraní, o una comedia dramática con tintes surrealistas en que participaron ocho países. Recomendables ambas:

La Pizarra (Samira Makhmalbaf)

La Pizarra cuenta las tribulaciones de unos maestros de escuela que se proponen alfabetizar a los ahora nómadas de las montañas de Kurdistán. Dirigidos con escaso presupuesto por una iraní de veinte años, estos personajes interpretados por actores no profesionales pueden parecer, a nuestros ojos occidentales, como autistas -hacen oídos sordos y raramente miran a los ojos-, si bien con este carácter se refleja muy bien el sufrimiento y la paciencia de los maestros, quienes persiguen sin descanso a unos niños porteadores de mercancías robadas por los senderos de la montaña, y por otro lado a los ancianos que buscan la frontera para regresar a sus pueblos. En un ambiente árido y dramático donde no vemos más que montañas, los maestros parecen pájaros incapaces de levantar el vuelo con sus alas de madera, esas grandes pizarras cargadas a sus espaldas. Ante la miseria, la vida toma otro sentido, y así, son capaces de casarse, sin testigos ni mayor ceremonia, haciendo un alto en el camino, para poder comer unas nueces tras ofrecer como dote cuanto llevan encima, que es poca cosa; una pizarra, por ejemplo.

Luna Papa (Bakhtyar Khudojnazarov)

En esta coproducción a ocho bandas se narra la cruzada de una joven que, embarazada a su pesar, no puede explicar muy bien cómo quedó en estado. Ayudada por su padre y su hermano, probablemente la familia más bruta del pueblo, buscan al padre del niño que va a nacer. Aun con ese espíritu dramático, el metraje está repleto de toques de un humor muy peculiar que no se basa en los clichés más manidos del cine, y es casi caprichoso en ocasiones, como el hecho de que el actor de una compañía ambulante de teatro robe ovejas planeando a ras con una avioneta, o al presentar al hermano de la protagonista en su recién adquirida locura, ya que se cree un bombardero y va causando destrozos por dondequiera que pasa. Con todo, persiste el drama ante unos gags con violencia incluida, en una película ambientada mediante sugerentes y coloridos planos para recreo de la vista. El final, tan surrealista como se pueda imaginar.

Realidad virtual: Jugar a ser otro, en otro lugar, en otro tiempo

Todavía tengo gratos recuerdos de mis experiencias lúdicas en la época del apogeo, si se puede llamar así, de los juegos de rol en España. En los años ochenta empezaron a desembarcar en nuestro país diversos manuales de distintas editoriales y con diferentes sistemas de juego. Pocos conocían su funcionamiento y algunos aficionados al género de la ciencia ficción —con J.R.R. Tolkien y H. P. Lovecraft encabezando la lista de los más leídos—, que no podían resistir la curiosidad, comenzaron a reunirse para intentar traducir unos intrigantes textos que contenían historias similares a las de estos escritores, pero con un sistema de juego provisto de dados de colores de múltiples caras (cuatro, ocho, veinte o incluso —agárrense—, cien caras). Pronto ciertas editoriales, sobre todo de Cataluña, importaron estos juegos y los publicaron traducidos tanto al castellano como al catalán. Todos nos hacíamos preguntas similares: ¿Cómo se jugaba con dichos manuales? ¡Si todo era texto y literatura! ¿Dónde carajo estaba el tablero? ¿Y las fichas? Pero estamos hablando ya de los años noventa, y los casos concretos se expandieron por toda la península conformando una especie de comunidad, sin perder ese aroma arcaico y misterioso que tanto nos gustaba. Quizás fuese esto lo que propició que la afición se mantuviese bajo un manto de oscurantismo que a largo plazo no le hizo ningún bien.

Un nuevo modo de evasión había aterrizado en España, aunque la psicología lo venía utilizando desde principios del siglo pasado. Ya no era necesario beber alcohol a destajo ni inhalar sustancias psicotrópicas; ni tan siquiera era necesario ligar para poder evadirse y disfrutar de una tarde, un día completo o todo un fin de semana lejos de papá y mamá, de las múltiples imposiciones y de la sociedad en su conjunto. Sólo necesitábamos ser tres o cuatro personas (en mi opinión cinco o seis era lo ideal), y que alguna de ellas se encargase de dirigir la sesión. Este director de juego —o dungeon master, término inglés que gustaba mucho más— tenía una función parecida a la de los múltiples responsables en la realización de una película. En primer lugar se encargaba de los decorados ya que los describía para que los personajes (el resto de jugadores) supiesen imaginar la situación ayudados de las propias preguntas que le iban realizando. El juego se desarrollaba en un contexto en particular: quizás en la Tierra Media de Tolkien, en la España de la Inquisición, o en el Chicago de los años veinte. Y el relato o la aventura que iba a sumergir a los jugadores en dicha época era responsabilidad del director. Cada castillo, cada camino de baldosas amarillas, y cada personaje secundario (un rey, una princesa en apuros, un tabernero o puede que un proxeneta) estaban bajo su dirección. Interpretaba a cada "extra" de las historias, fuesen hombres o mujeres, un dragón, un vampiro en Brooklyn o un comisario de policía en las inmediaciones de Barcelona. En su casa, a solas, imaginaba y redactaba toda la información que pudiese necesitar para llevar a cabo la sesión.

¿Qué hacía el resto de jugadores? ¿Tan sólo escuchar? En absoluto, pues el guión, las conversaciones y las acciones de los personajes principales no estaban determinados. Los jugadores creaban sus personajes con unas características físicas y psíquicas, y les conducían a su libre albedrío. De Jorge dependía, por ejemplo, que su personaje, un soldado retirado que anduvo esclavizado durante toda su juventud, decidiese acompañar al grupo de vigilantes de una caravana mercantil que se adentraba en páramos desconocidos, plagados de bandoleros y terribles criaturas. Él decidía si valía la pena discutir con el tabernero el precio de la cerveza; si la pagaba o prefería plantar cara a su autoridad con su enorme corpulencia. Las posibilidades eran infinitas, y las tardes, de aplauso. Los personajes siempre iban juntos; su compenetración y su amistad les ayudaba a superar las múltiples aventuras: librar a los aldeanos de sus opresores, o descubrir al asesino del profesor Riaget, tras pasar la tarde recorriendo las calles de San Francisco e interrogar —puede que incluso a la fuerza— a los distintos implicados. Aún así, siempre había diferencias entre los jugadores, que luego se plasmaban en el juego. La riqueza que aportaba una discusión entre dos o tres de ellos era inigualable (a no ser que fuese asunto pueril, como pasaba en muchas ocasiones). Discutir por el reparto de un botín, por la elección de caminos, por la desconfianza en quienes compraron sus servicios...

Está claro que se organizaba una obra de teatro cuya puesta en escena se realizaba en la mente de cada jugador. Cada uno interpretaba su papel y actuaba a su antojo siguiendo un orden. Los personajes tenían, además de un nombre y una breve historia, unas características y unas habilidades que les conferían las virtudes y los defectos correspondientes. Y para aunar criterios y legitimar las acciones que se producían se necesitaba del sistema de reglas del que hablamos antes. De este modo se resolvía un duelo de espadachines, se barajaban las posibilidades que tenía un ladronzuelo de poca monta de saltar desde la azotea al balcón de Doña Inés, o si en plena persecución por carretera mi coche volcaba completamente y mi personaje quedaba gravemente herido entre el amasijo de hierros, o bien conseguía salir del paso con un volantazo. De ahí la necesidad de los dados, y en cada manual se utilizaban de un modo u otro. El azar era el componente fatalista del que podía depender la salvación del personaje colgado de una liana, o de esquivar a tiempo el lanzamiento de una botella en la famosa taberna del Hediondo Jabalí.

Pero suele ocurrir que lo minoritario asusta a la masa social. En este caso, un juego que podía ser constructivo y pura pedagogía, era tachado de sanguinolento, obsesivo e incluso productor de psicosis. Uno sentía una colosal vergüenza ajena por unos medios de comunicación que envilecieron y satanizaron la práctica de unos pocos. En la época del misterios sin resolver de Julián Lago, se difundió una visión escabrosa que ofuscó el espíritu real de dichos ambientes lúdicos de salita de estar. Es cierto que no se puede aspirar a que todo director de juego sea un chico maduro, responsable, un papá en cierto modo, y que todos los grupos de personajes sean benevolentes y samaritanos. ¿Quién en un juego de rol no ha interpretado el papel de un gángster, de un atracador de bancos o de un hedonista sin escrúpulos? No podemos suponer que por encarnarlos vamos a convertirnos en delincuentes, chantajistas y demás. Es una acusación sospechosa, típica de quienes ante los problemas sociales buscan causas externas a la estructura estatal. Los juegos de rol exigen un cooperativismo difícil de encontrar por otros medios. Pero es que en la sociedad del capital, de la moda y de la competitividad (inútil y absurda en estos juegos) no caben este tipo de prácticas. No nos asustemos de que nuestros hijos puedan interpretar papeles alejados de su condición; preocupémonos de que en occidente no dispongan de identidad propia. Porque eso sí que es un problema terrible.

Hoy en día todavía existen grupos de personas que lo practican. Muchas de las editoriales que se arriesgaron ya no están. Muchos de los que jugábamos también abandonamos el barco. Las prácticas consumistas, individuales o los deportes donde prima la competición son los más deseados. Reductos de niños o chavales curiosos investigan sin mucha profundidad, mezclando cartas con juegos de mesa y videojuegos —que nosotros ya teníamos—, pero sin el aprecio por la literatura o la creatividad. Todo parece indicar que nuestro antaño héroe, saqueador arrepentido y miembro de un grupo de aventureros, perdió su sangrante espada en tierras áridas allá donde el pueblo clamó su ayuda. Y ya no le queda más que la nostalgia por un mundo que no vivió, pero que compartió con gran viveza.