miércoles, 26 de febrero de 2014

La rebelión de todas las cosas

Los pomos alargados de las puertas que se enganchan a nuestras mangas al pasar; las portezuelas de la cocina con las que nos golpeamos en la cabeza, ese dolor punzante y doloroso cuando lo que nos ha dado ha sido la misma punta del marco; los objetos que se resbalan de las manos; las puertas de los armarios que se resisten a estarse quietas, que se empeñan en cerrarse y no nos dejan actuar con comodidad dentro de él. Todas estas cosas, en principio, pequeñeces a simple vista, diarios incordios que nos amargan ligeramente la vida, pequeñas cosas que siempre achacamos a nuestro despiste, son, en verdad, el resultado de un ansia. Muchas veces, tal vez en el enfado ante la tozudez del ordenador, ante el dolor del golpe sobre cualquier objeto aparentemente olvidado, o cuando nos cae al suelo ese jarrón valioso o ese trozo de comida tan bueno que se escurre del plato, nos preguntamos si no será provocado por la misma cosa que se escapa o nos inflige dolor, y enseguida desechamos por estúpida esa idea, sin darnos cuenta que merece una reflexión.

El lector se preguntará qué persiguen las cosas con este comportamiento aun en el caso de tener voluntad. Y la respuesta en bien clara, escapar del hombre; las cosas tienen un ansia perpetua por estar lejos de nosotros. Uno podría verlo claro en el caso de la comida, que ante el menor descuido en el movimiento de un plato o en el transcurrir de un aderezo, sale escurriéndose y buscando el suelo con la máxima premura; sabe, por el tiempo que ha podido estar en la cocina y ha sido bien informada, tal vez por la nevera, que estar manchada es el mejor camino para ir a la basura. Y no se trata solamente por escapar de las fauces del hombre, tal vez siquiera puedan imaginarse que ocurre dentro de ellas, eso es lo de menos, se trata de estar en el descanso del cubo de desperdicios; de esa bolsa, nadie volverá a molestarla. Esta última reflexión la sacamos del caso de las figuras de cerámica, de los jarrones; éstos no acabarán en las fauces de nadie, es más, su vida tiene aspecto de ser duradera y tranquila;  nadie molesta al jarrón, siempre en la misma posición, tal vez algún ligero movimiento una vez a la semana para quitarle el polvo, pero nada más, ¿qué ocurre entonces?,  ¿por qué aprovechan el menor descuido en su manipulación, el más ligero movimiento del armario, para encontrarse con el suelo? Es el ansia, el ansia por tener la certeza que nunca más estarán cerca del hombre, el ansia de escapar, de librarse de nosotros, es la repugnancia que nos profesan; de nuevo, sabe que en la basura está ese descanso, y en el pegamento su agonía; los botes de pegamento se revelan, se avergüenzan de su asqueroso cometido, y así el tapón se niega a abrir las más de las veces, se agarrota en su propio mejunje autocastigándose.

Es el ansia; las puertas de los armarios, más grandes y con menos posibilidades de acabar en el contenedor se empeñan en parecer inservibles, nos golpean en la cabeza, se rebelan cerrándose cuando procuramos que estén abiertas o abriéndose cuando lo que queremos es que permanezcan cerradas; cojean las mesas; ante nuestra menor negligencia nos deja en la calle el coche; callan las farolas, cuando nos giramos con rapidez, de su presencia; se tuercen los cuadros; se desenganchan las sábanas; nos golpean los bajos marcos de las puertas; nos tiran al suelo las bicicletas, ¡¡cuánto cuesta domarlas!!; se niegan a doblarse las hojas del periódico; cómo nos esperan las sillas por la noche cuando andamos a tientas; mil veces lavamos los cubiertos y mil veces se resbalan de nuestras manos o caen cuando llevamos un plato con muchos de ellos, siempre atentos por llegar al suelo con la esperanza de ser tratados como la comida y llevados junto con las mondas de naranja, ¡cómo se esconden a veces las cucharillas entre los huesos de pollo para caer en el cubo y liberarse! Y qué triste los objetos que no tienen medios para librarse de nosotros, con qué facilidad se deterioran en su angustia, con qué tristeza vagan por la casa.

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